Contraste entre la Crucifixión y la Cruz
Hay que distinguir entre la crucifixión - el mayor de los crímenes - y la Cruz, contemplada como el signo de la gracia redentora de Dios.
Probablemente, ningún otro escritor ha expuesto con tanta fidelidad este gran contraste, con todo lo que implica, que el Dr. Enrique C. Mabie en la siguiente cita:
"Comienzo, pues, este estudio haciendo notar que la tragedia de la crucifixión de Cristo en su terrible criminalidad, y la Cruz de la divina reconciliación en su singular majestad moral, son de índole totalmente distinta. La crucifixión, del lado humano, estaba ya iniciada en el primer pecado de nuestra raza, mientras que la reconciliación, del lado divino, estaba desde toda eternidad en el corazón de Dios aguardando el momento de ser activado, ya que Dios es lo que es en Su santidad paciente. Es cierto que, en aquellas últimas horas del calvario, la profunda obra espiritual de la reconciliación se estaba consumando en la Cruz simultáneamente con el crimen que los verdugos de Cristo estaban perpetrando en Él; sin embargo, en su espíritu y en su carácter moral, las dos actuaciones estaban, la una de la otra, a la mayor distancia posible [...] Una imagen concreta, sacada del relato que el Nuevo Testamento nos ofrece de la crucifixión, puede aclarar la distinción estudiada en este capítulo. Todo lector atento que observe el informe sobre la ejecución de Jesús, se dará cuenta de las distintas actitudes mentales de los diversos tipos de gente que estaban ante la Cruz."
Hay al menos cinco clases de personas cuyas actitudes eran fundamentalmente las mismas:
1. La turba vulgar, que "pasaba meneando la cabeza" (Mr. 15:29-30)
2. Los gobernantes judíos, que habían consentido en la crucifixión (Mr. 15:31-32)
3. El insultante malhechor que rechazó a Cristo (Lc. 23:39)
4. Los soldados romanos, que no reconocían otro rey que el César (Lc. 23:37)
5. Los semisupersticiosos mirones, que, al oír el grito de "Elí, Elí,...", supusieron que Jesús llamaba a Elías (Mr. 15:36)
Cada una de estas cinco clases interpelaban igualmente a Cristo a que demostrase que era realmente el Mesías, descendiendo de la Cruz y salvándose a Sí mismo. Observemos que cada uno de ellos decía realmente a Jesús: "sálvate a ti mismo". Todos ellos vieron principalmente la tragedia de la crucifixión y supusieron que, en este sentido, la Cruz marcaba el punto final en la vida de Jesús; a menos que Jesús emplease su poder milagroso para arrancarse del patíbulo - o sea, mantenerse vivo de una manera sobrenatural - no creerían en Él, pues quedaría completamente demostrado para sus mentes que Él no era lo que había pretendido ser: el Hijo de Dios, el Mesías de Israel, el Salvador del mundo.
Ahora bien, frente a estas cinco clases, hay una sola brillante excepción de alguien cuya posición difería radicalmente de la de los tipos que acabamos de examinar, y se expresa de un modo diferente: El malhechor que moría arrepentido, fue el primero y el único entre todos los que, según el Evangelio, abrieron su boca en la ejecución de Jesús, que no dijo "sálvate a ti mismo", sino "sálvame"; y se dirigió a Él usando el nombre "Jesús", es decir, el nombre salvífico, discerniendo quién y qué era realmente Cristo. Sí, él fue el único que vio que allí se encerraba algo más profundo que lo que los crucificadores adivinaban: que Jesús permitía que el santuario de su cuerpo fuera derribado, a fin de poder ser recontruido; y que, si Jesús había de salvar a otros de las necesidades espirituales en que se hallaban, Él no podía salvarse a sí mismo, sino que tenía que soportar el peso que el pecado había echado en sus hombres de Salvador; él percibió que Jesús era en realidad "el Rey de Israel", "el escogido de Dios", "el buen pastor", que ponía la vida por sus ovejas, de manera que "podía volverla a tomar".
Este malhechor arrepentido fue el primero y el único de los asistentes a la escena de la crucifixión, que vio todo un nuevo reino situado más allá de la inminente muerte de Jesús, en que él podía ser uno de los súbditos, y que este reino, sin embargo, había de construirse desde el lado divino de todo lo que estaba sucediendo. Él observó, al menos en esbozo, la resurrección futura y las gloriosas posibilidades en ella implicadas.
Sin duda, se le concedió espiritualmente la visión propia de alguien que se halla a lomos de las fronteras que bordea el mundo celeste y, pudo así, ver ambas vertientes del episodio de la crucifixión, la bajamente humana y noblemente divina; pero especialmente vio con gran viveza la realidad de la reconciliación, y la vio desde el punto de vista celestial, como Dios la ve - y como todos deberíamos aprender a verla -; y exclamó en aquella oración modelo: "Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino" (Lc. 23:42); un reino condicionado por lo que Cristo estaba ahora llevando sobre sus espaldas. Este hombre, y sólo éste, en cuanto sabemos, entre cuantos estaban cerca de Cristo en el Calvario, percibió la reconciliación como acto de Dios - un acto deliberado y, a la vez, permisivo - una reconciliación bien diferenciada de la criminalidad humana en la crucifixión.
¿Cuántos seguidores de Cristo se hallaban presentes? probablemente no había ni un discípulo, ni una mujer, ni siquiera la propia madre del Salvador, María, que, en su total incapacidad para percaterse de lo que Dios estaba llevando a cabo, no hubiese tratado de impedir, a serle posible, la consumación del designio de Cristo en la Cruz. Por entonces, ninguno de ellos llegó a comprender, como la comprendieron después a la luz de Pentecostés, la Cruz de la redención.
Este moribundo, tan desdichadamente estigmatizado con el epíteto vulgar de "el ladrón moribundo", es realmente el creyente ideal; él y sólo él tuvo la visión correcta de la Cruz de la reconciliación; sólo él divisó algo más que los trágicos horrores del acto de la crucifixión, absorto por una más amplia realidad: que Cristo, a pesar del tratamiento que recibía de los hombres, estaba en verdad quitando el pecado del mundo, como preparación de un reino espiritual situado detrás del momento culminante de su muerte. El malhechor arrepentido solicitó la membresía de tal reino, privilegio de gracia que inmediatamente le fue asegurado por la respuesta de Jesús: "De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso" (Lc. 23:43).
Como puede suponerse, no hay punto alguno en la historia humana donde la soberanía de Dios y la responsabilidad del hombre, o libre albedrío, se encuentre tan vivamente yuxtapuestas como lo están en la crucifixión de Cristo. Del lado divino, la muerte de Cristo estaba predeterminada de tal modo que Dios asume toda la responsabilidad por ella, sin poder compartir con ningún otro la tarea de llevarla a cabo, pues éste era su designio desde toda eternidad. Estaba ya prefigurada en tipos inventados por Dios y todos su detalles habían sido predichos por profetas capacitados por el Espíritu: Salmo 22, Isaías 53.
Del lado humano, los hombres estaban haciendo y diciendo precisamente lo que estaba predicho de ellos, pero de tal manera que la responsabilidad caía sobre ellos solos. Cristo fue rechazado por los judíos, traicionado por Judas, condenado por Herodes y crucificado bajo el poder de Poncio Pilato, mas trata la trama de todas estas acciones humanas, se nos declara que era Dios quien estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo (2 Co. 5:19). Está escrito que Cristo fue hecho pecado (por el Padre - ciertamente no por Judas Iscariote), para que almas perdidas pudieran ser hechas (por el Padre - ciertamente no por Poncio Pilato) justicia de Dios en Él (2Co. 5:21). Dos hechos inconmensurables - tan lejandos entre sí como el este del oeste - fueron declarados por Pedro en su sermón de Pentecostés: Hch. 2:23. Así como no hay nada que agradecer a Judas, a Herodes, o a Poncio Pilato, así tampoco hay base doctrinal en lo que ellos pusieron de su parte; el poder transformador de la muerte de Cristo no radica en la tragedia humana, sino en la reconciliación divina, porque la muerte y la resurrección de Cristo son partes integrantes de una misma empresa divina y, puesto que nadie puede afirmar que hombre alguno haya tenido parte en la resurrección, tampoco ha podido tenerla en el cumplimiento del propósito divino sobre la Cruz.
Himno "En un monte lejano"
1 En un monte lejano diviso una cruz Emblema de afrenta y dolor Y yo amo esa cruz donde cristo expiro Por salvar al mas vil pecador Coro: Yo me abrazo a esa cruz con amor Hasta el día de mi mutación Cuando a Cristo mi cuenta le de Por su cruz yo corona tendré 2 Despreciada del mundo yo veo esa cruz Que es centro de mi adoración Pues en ella el cordero sin mancha expiro Sacrificio de gran expiación 3 Empapada de sangre yo veo esa cruz Y es sangre preciosa en verdad Pues en ella mis culpas redime Jesús Y dichosa mi alma sera 4 A la cruz despreciada yo leal he de ser Su escarnio no he de rehuir Mas un día Jesús ha de darme con él Herencia eterna y feliz
Fuente:
CHAFER Lewis S., Teología Sistemática, Tomo I, CLIE, Barcelona, p. 856-860
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