Mensaje Urgente!!!
El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el Evangelio. Marcos 1:15
Ordinariamente, las noticias urgentes las recibimos por medio de mensajes a través de redes sociales. A veces, los mensajes nos traen noticias tristes, como la pérdida de un familiar. Otras veces, nos traen noticias alegres: la llegada de un pariente próximo o de un amigo íntimo, la concesión de un premio, la invitación a un acto importante, etc.
Pero nunca en este mundo se ha recibido un mensaje de tanta importancia y de tanta urgencia como el que encontramos en el Evangelio según San Mateo 3:2 y 4:17, y en el evangelio según San Marcos 1:15. Es curioso que, siendo el evangelio según San Marcos el más corto y el más conciso, es, sin embargo, el que nos da con más detalle este importante mensaje.
En realidad, se trata del primer sermón o mensaje de nuestro Señor Jesucristo. Todo aquel que se halle dedicado al glorioso ministerio de la Palabra, sabe la trascendencia y la responsabilidad que comporta la predicación de nuestro primer sermón. Una mezcla agridulce del gozo y de temor sacude todo nuestro ser; nuestras piernas tiemblan, y nuestro corazón late con violencia cuando se acerca el momento de subir al púlpito o de avanzar hasta el micrófono. Podemos, pues, figurarnos como latiría el corazón de Jesucristo al pronunciar su primer mensaje, el más importante que jamás se escuchó en la tierra, y cuyo esquema encontramos en Marcos 1:15.
¿Y qué dice este mensaje? Cuatro frases densas, concisas y llenas de sentido: “El tiempo se ha cumplido y el reino del Dios se ha acercado, arrepentíos y creed en el Evangelio”. Vamos a examinar atentamente cada una de estas cuatro frases:
“El tiempo se ha cumplido” No se trata del “cronos”, o sea, del tiempo que marcan las manecillas de nuestros relojes y que, con su rítmico tic-tac, va desgranando con regularidad matemática los fugaces instantes de nuestra vida mortal, sino del “Kairós”, del tiempo, o mejor dicho, de los tiempos, sazones u oportunidades que marcan las manecillas del reloj de Dios. Podríamos decir que estos tiempos de Dios no se cuentan hacia delante, como el del minutero de nuestros relojes (1,2,3,4,5, etc), sino al revés, como arrancando de la eternidad en una especie de cuenta- atrás, a semejanza del lanzamiento de los astronautas al espacio: 5,4,3,2,1,0… ¡ya! Cuando esta cuenta – atrás se cumple, cuando el tiempo de Dios se llena (peplérotai), como un inmenso reloj de arena, entonces se realiza una de las grandes intervenciones de Dios en la historia.
Estas intervenciones, o tiempos, de Dios han sido múltiples: la creación del mundo, la creación del hombre, la promesa del Redentor para una raza humana caída por el pecado, el Diluvio, el llamamiento de Abraham, la salida de Egipto, la entrada en la tierra prometida, la cautividad de Babilonia, etc., Y, sobre todo, la Encarnación del Hijo de Dios, con su vida, su doctrina, sus milagros, su muerte en Cruz, su resurrección y su ascensión a los cielos. La primera Venida de Jesucristo a este mundo realmente marca el cumplimiento o plenitud de los tiempos de Dios, de manera que tanto los judíos como cristianos dividimos la historia en dos partes: los “primeros” tiempos, que preceden la Venida del Mesías; y los “últimos” tiempos, que comienzan con la Encarnación del Verbo y culminarán con la segunda Venida del Señor.
Por tanto, Jesucristo divide en dos toda la historia: todas las fechas se cuentan a partir de ÉL: antes o después del nacimiento de Cristo. Pero también divide en dos toda la geografía: los que estarán a su derecha y los que estarán a su izquierda; los que siguen a Cristo y los que lo rechazan; los que lo reciben o los que cierran contra él la puerta de su corazón. Nadie puede pasar por este mundo sintiéndose indiferente hacia ese Dios-Hombre que pudo decir: “Yo soy el camino, la Verdad y la Vida. Nadie puede venir al Padre, sino por mí”. (Juan 14:6).
“El tiempo se ha cumplido” Estamos en los últimos tiempos. Es el “hoy” de Dios que con tanto énfasis nos proclama la Epístola de los Hebreos en sus capítulos tercero y cuarto: “si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones”. Hoy es el día de escuchar la Voz de Dios que nos exhorta al arrepentimiento y a la fe. ¿Cómo escaparemos a tan horrenda cosa como es el caer en las manos airadas del Dios viviente (Hebreos 10:31), si descuidamos una salvación tan grande? (Hebreos 2:3). Dios nos ofrece hoy la salvación (2 Corintios 6:2), el perdón de todos nuestros pecados y la vida eterna; pero nunca garantiza un mañana para ser perdonados; ¿puede alguien asegurar que verá nacer un nuevo día? ¿Qué un accidente imprevisible no cortará el hilo de su vida antes que amanezca el día de mañana? ¡Ahora, ahora, es el momento de escapar del fuego! ¡Hoy es el día en que podemos ser salvos de esa perversa generación! (Hechos 2:40) ¡Mañana puede ser demasiado tarde! Es una locura apostar por un mañana, cuando lo que está en juego es toda nuestra eternidad…
Examinemos ahora la segunda frase: “El reino de Dios se ha acercado”. “El reino de los Cielos” como dice el Evangelio según S. Mateo, evitando la usanza judía de pronunciar el sagrado Nombre, o “el reino de Dios”, como aparece en el griego de S. Marcos o de S. Juan, significa la irrupción en la historia, de la libre y amorosa iniciativa divina de salvar a la humanidad perdida. Conforme se iban llenando los tiempos, esta soberana gracia salvífica de Dios se iba acercando: 1) por un proceso de reducción progresiva, escogiendo una raza, un pueblo, una nación, como descendencia de un hombre a quien se ligó la promesa del Mesías-Redentor: Adán, Set, Noé, Sem, Isaac, Jacob… Jacob el suplantador, se convierte en Israel, el que lucha con Dios durante toda una noche de oración y obtiene la bendición divina y la herencia de las promesas que comportaba la primogenitura. Tras el rechazo de Rubén, de Simeón y de Leví, las promesas se centran en Judá, única tribu que sobrevive sin mezcla tras la cautividad de Babilonia.
A pesar de todas las pruebas a que Dios somete a su pueblo, Israel endurece una vez más su cerviz y centra sus aspiraciones en un Mesías político, en un triunfador glorioso de los enemigos del pueblo judío y liberador de la esclavitud bajo el yugo extranjero, en un Mesías que conducirá al pueblo elegido a la máxima prosperidad material, olvidando que este Mesías tiene antes, que padecer y morir (Isaías 53, Lucas 24:26). Lo interior, lo espiritual, no cuenta; ya son el “Pueblo de Dios”, ya poseen la Santa Ley: la leen, la saben de memoria, escriben los estatutos divinos en filacterias y las atan a sus frentes para tenerlas ante sus ojos; purifican sus manos, lavan sus pies y no se contaminan entrando en las casas de los gentiles, ósea, de los que no pertenecen al Pueblo de Dios. Pero olvidan lo principal: su corazón está corrompido; son vasos llenos de inmundicia, lavados por fuera; sepulcros blanqueados, con hedionda carroña en su interior. Necesitan escuchar y cumplir el Sermón del Monte, que ataca la raíz del mal. Les es preciso cambiar la mentalidad y renovar el corazón.
Ha quedado, sin embargo, un pequeño remanente espiritual: “un pueblo humilde y pobre, el cual confiará en el nombre de Yahveh”, según la profecía de Sofonías 3:12. Éstos serán los pobres en el espíritu (Mateo 5:3), que reconocerán en Jesús al verdadero Mesías y Redentor de su Pueblo, al que ha de morir en una cruz, rescatándonos del poder de las tinieblas al precio de su sangre, aunque esto venga a ser “para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; más para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios y sabiduría de Dios” (1° Corintios 1:23-24).
Han comenzado ya “los últimos tiempos”. El verbo de Dios se ha hecho hombre. Todas las promesas de Dios tienen en Jesucristo su definitivo cumplimiento. Empieza ahora la segunda parte del acercamiento del reino de Dios: Jesucristo es la perfecta y definitiva revelación del Padre, el Sacerdote eterno según el orden de Melquisedec, que, con un solo sacrificio, ofrecido de una vez por todas en la Cruz, ha efectuado la purificación de nuestros pecados, “porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 1:3, 10:12, 14). Es el Ungido de Dios por excelencia: El Gran Profeta, el Sumo Sacerdote y el Rey Soberano de estos últimos tiempos. Injertados en Él, única cepa remanente de toda la viña de Israel (Juan 15:1), todos los creyentes (judíos o gentiles) tenemos vida eterna, somos herederos de las promesas celestiales y, por un proceso de inserción extensiva, somos constituidos como linaje escogido, regio sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios (1° Pedro 2:9), con la misión profética de proclamar ante el mundo las maravillas de “Aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable”.
Por consiguiente, con la venida de Jesucristo a este mundo, el Reino de Dios se ha acercado de tal manera que ha quedado en medio de nosotros; es decir, la soberanamente libre y generosamente amorosa iniciativa divina de salvar a los hombres ha quedado al alcance de la mano. No se nos pide cumplir la Lay, castigar nuestros cuerpos, peregrinar a un santuario, obrar honradamente, puesto que todas nuestras justicias son como trapo de inmundicias (Isaías 64:6).
Sólo se nos pide extender la mano, una mano de mendigo, desnuda y vacía para recibir de pura gracia, como un regalo, mediante la fe en el que justifica al impío (Romanos 4:5), el perdón de los pecados, la salvación de una perdición segura, y el don de la vida eterna. “A todos los sedientos – dice Dios por medio del profeta Isaías-: Venid a las ascuas; y los que no tienen dinero, venid, comprad y comed. Venid, comprad sin dinero y sin precio, vino y leche (Isaías 55:1). Y, como un eco, nos repite el Apocalipsis en la última página de la Biblia: “Y el que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente” (Apocalipsis 22:17).
¿No está nuestro corazón, el corazón de todos los hombres, lleno de sed? ¿no es verdad que vivimos en medio de un mundo sediento de felicidad, de libertad, insatisfecho, angustiado, devorado por la inquietud, por la prisa, por el temor? ¿Por qué no nos acercamos a la fuente de aguas vivas, a aquel Jesús que, junto al pozo de Jacob, pudo decir a la mujer samaritana: “Cualquiera que bebiere de esta agua, volverá a tener sed, más el que bebiere del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás; sino que el agua que yo le daré será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:13-14)? Vida eterna, es decir: completa satisfacción, en una perfecta actividad, de nuestra mente, de nuestro corazón y de nuestra voluntad; y ello para siempre, sin esfuerzo, sin fatiga, sin aburrimiento.
¿Qué nos pide el Señor para entrar en el Reino de Dios o, mejor dicho, para que el Reino de Dios entre en nosotros? Eso está comprendido en estas palabras: “Arrepentíos, y creed en el Evangelio”.
“Arrepentíos o cambiad de mentalidad”, como indica el verbo griego aquí empleado. No se trata, pues, de darse golpes de pecho, no se trata de hacer penitencia, como traducen muchas versiones de una ambigua expresión de la Vulgata Latina. Más aún, no se trata incluso de sentir dolor por los pecados cometidos, si bien el verdadero aborrecimiento del pecado, o contrición, es el compañero inseparable de una fe sincera. Se trata de algo más profundo, hoy diríamos “más existencial”. Lo que Dios nos pide es un completo “cambio de mentalidad”: una verdadera revolución en nuestros criterios, en nuestros sentimientos, en nuestra conducta.
¿Cuáles son los criterios del mundo, las convicciones del inconverso, su escala de valores? Hace varios años se hizo una estadística en Estados Unidos a base de una encuesta sobre los valores que el hombre de la calle pone en primer lugar. La encuesta dio el siguiente resultado: primer valor, la salud; segundo valor, el dinero; tercero, el sexo; cuarto: el saber; quinto: la religión. O sea, el supremo valor, lo espiritual, lo que permanece para la vida eterna ¡en quinto lugar! ¿No es ésta la mentalidad de todos los mundanos? Primero, lo material: un buen coche, un lujoso apartamento, un gran televisor, un frigorífico de primera, etc. Y, para todo ello, una crecida cuenta corriente o una pingüe fortuna en bienes raíces. Dios, Jesucristo, la salvación eterna, la otra vida, no interesan; están pasados de moda, como una moneda retirada de circulación… ¿Para qué nos hace falta Dios ni la otra vida, si la ciencia y la técnica, con su progreso colosal, nos van abriendo los ojos y pueden satisfacer nuestros anhelos?
¿Pero acaso es más feliz el hombre y la mujer actuales que los de hace un siglo? Nuestros abuelos, sin las comodidades de hoy, sin las diversiones de hoy, sin la radio ni televisión de hoy, sin coche y sin nevera, eran más felices que nosotros. Sin la prisa, sin la agitación, sin el ruido, sin la angustia, sin la contaminación de hoy, con un puñado de valores hogareños, una tertulia en torno al fuego del hogar o una partida de dominó en el casino del lugar, se quedaban satisfechos y descansaban suficientemente del bregar cotidiano.
No quiero decir con esto que la civilización sea mala en sí misma o que hayamos de maldecir el progreso de la ciencia y de la técnica. Pero sí es cierto que el hombre moderno está convirtiéndose en un esclavo de la máquina de la propaganda y de los llamados grupos de presión. Y, sobre todo, está olvidándose de los valores espirituales, de Dios, de la eternidad…
Es preciso cambiar de mentalidad; es necesario dar un giro de 180 grados en nuestros criterios y en nuestra conducta. Es menester pararnos a pensar, a reflexionar, sobre el negocio más importante de nuestra vida, sobre la única pregunta que requiere una respuesta urgente: ¿Dónde pasaré la eternidad? Y, para responder esta pregunta, hemos de adentrarnos en lo más íntimo de nuestro ser y escudriñar cuál es nuestro estado espiritual, cuál es el norte que marca nuestra brújula, por qué camino marchamos hacia nuestro destino final, sobre qué fundamento estamos construyendo el edificio de nuestra vida, cuál es nuestra póliza de seguro para la eternidad.
Dios, el Dios misericordioso que no quiere que nadie perezca (2° Pedro 3:9), sino “que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad” (1° Timoteo 2:4), nos muestra en Cristo el camino seguro hacia la vida eterna, y la roca donde fundar con firmeza inquebrantable nuestra fe y nuestra esperanza de salvación. “Creed en el Evangelio” es la última frase del primer sermón de Jesús. Es como si dijera: ¡Dad crédito a estas Buenas noticias! Recibid con gozo este jubiloso mensaje que os anuncia por mediación mía el hecho más glorioso y más importante para vuestro eterno bienestar: Que Dios es Amor, que Dios os es propicio, que Dios vuelve hacia vosotros su rostro de Padre y sus ojos llenos de misericordia; que tiene los brazos abiertos para todo aquel que me reciba en su corazón como a su único salvador necesario y suficiente. “Que Dios – dice el Apóstol- estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de reconciliación. Así que somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios (2° Corintios 5:19-20).
Con ellas quiero terminar también yo este mensaje, dirigiéndome a cada uno de mis lectores. Éste es un mensaje de Salvación, no de condenación. Acabas de recibir un mensaje urgente de Buenas Noticias: que Dios está dispuesto a perdonarte y a salvarte si recibes a Cristo en tu corazón con fe sincera, y te dejas después conducir por su Espíritu para llevar una vida santa, de testimonio y de servicio. Si rechazas esta salvación tan grande que hoy se te ofrece, no necesitas un juez que te condene; la palabra que has leído u oído, ella te juzgará en el día de tu muerte y en el día postrero cuando Cristo se siente en el Gran Trono Blanco (Apocalipsis 20:11-15) y para juzgar al mundo. No podrás presentar la excusa de que nadie te ha advertido, de que nadie te ha avisado del peligro. Delante de ti queda desplegado el mensaje del Evangelio. ¡No lo rechaces! ¡Mora por ti mismo y asegura tu vida eterna, recibiendo a Cristo con fe amorosa y corazón agradecido! ¡que Dios te ilumine y que su Santo Espíritu comience en tu interior a obrar, para convencerte de tu estado de perdición y para animarte a recibir, por fe, el don de la salvación, que es vida eterna.
Francisco Lacueva, Mensajes de siempre para hombres de hoy, Editorial Clie, 1998