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¿Podemos influir en la sociedad?




No existe otra palabra que encierre con mayor precisión o exprese con mayor elocuencia el sentido moderno de impotencia que la palabra «alienación». Decir «Estoy alienado» significa: «Ya no puedo relacionarme con la sociedad y lo peor es que no puedo hacer nada al respecto.»

Marx popularizó el término. Pero él se refería al sistema económico en el que los obreros estaban alienados de los frutos de su trabajo debido a que los dueños de las fábricas eran quienes vendían los productos. Los marxistas contemporáneos amplían su aplicación. Por ejemplo, Jimmy Reid, un concejal comunista de Glasgow, Escocia, y principal vocero del gremio de estibadores de Upper Clyde, declaró en 1972: «La alienación es el clamor de hombres que se sienten víctimas de fuerzas ocultas que están fuera de su control ..., la frustración de la gente común que es excluida de los procesos de toma de decisión.»

De manera que la alienación es la sensación de impotencia económica y política. Las fuerzas inexorables del poder institucionalizado avanzan despiadadamente, y el hombre y la mujer comunes no pueden hacer nada para cambiar su dirección o su velocidad, y menos aun para detenerlas. No somos más que espectadores del desarrollo de una situación en la cual nos sentimos incapaces de influir de modo alguno. Eso es «alienación».

A pesar de mi defensa teológica de la teoría democrática, y de mi argumentación acerca de la necesidad de que los cristianos aprovechen el proceso democrático para unirse al debate público, debo admitir que la democracia no siempre resuelve el problema de la alienación y que muchos se decepcionan en la práctica. Este abismo entre la teoría y la práctica es la médula misma del libro de John R. Lucas, Democracy and Participation. Las personas ejercen su derecho democrático a votar, y por cierto «votar constituye una forma de participación mínima» (p. 166). Sin embargo, de allí en adelante «la democracia se convierte en una autocracia en la cual todas las decisiones excepto una las toma un autócrata, y la única decisión que se deja en manos de la gente es la ocasional elección del autócrata.» Por lo cual llama a la democracia «autocracia electiva», ya que «el grado de participación en el gobierno permitido a la gente es irrisorio». El sistema hace que «el gobierno se vuelva insensible a los deseos de los gobernados y a las demandas de la justicia» (p. 184). Luego, «Si bien la autocracia electiva tiene su aspecto democrático, es profundamente no democrática en lo relativo a la manera y el espíritu en que se toman las decisiones ... Es no participativa» (p. 198). Sin duda esta decepción del funcionamiento real de la democracia es generalizado. Los cristianos deberían compartir la inquietud de ampliar el contexto del debate público, hasta que las discusiones parlamentarias «resuenen en todos los cafés y talleres de la nación». El doctor concluye su libro con una afirmación amena: «la democracia sólo prosperará arraigada en tierra de cafés» (p. 264).

Es triste que muchos cristianos se contagien el espíritu de alienación. «Por cierto», dicen, «la búsqueda de la justicia social nos concierne y no podemos escapar a ese hecho. Pero los obstáculos son enormes. No sólo enfrentamos la complejidad de los problemas (no nos consideramos expertos) sino también el pluralismo de la sociedad (no pretendemos tener el monopolio del poder ni del privilegio) y el dominio de las fuerzas de reacción (no tenemos ninguna influencia). La tendencia descendente de la influencia de la fe cristiana en la comunidad nos ha dejado sin recursos. Además, el ser humano es egoísta y la sociedad está corrompida.»

El primer antídoto contra esa combinación de pesimismo cristiano y alienación secular es la historia. Abundan los ejemplos de cambios sociales que resultaron de la influencia cristiana. Consideremos el caso de Inglaterra. El progreso social allí es innegable, especialmente aquel que resultó del cristianismo bíblico. Pensemos en algunos de los rasgos que deshonraban al país hace sólo dos siglos.

  • El código penal era tan severo que alrededor de 200 ofensas merecían la pena de muerte; con toda justicia se lo llamó «código sangriento».

  • Todavía se defendía la legitimidad y aun la respetabilidad de la esclavitud y el tráfico de esclavos.

  • A los hombres se los reclutaba por la fuerza en el ejército o la marina.

  • Las masas populares no recibían educación ni asistencia sanitaria.

  • Más del 10 por ciento de cada generación moría de viruela.

  • Los viajes a caballo o en carruaje eran muy peligrosos debido a los asaltantes de caminos.

  • El feudalismo social confinaba a las personas en un riguroso sistema de clases y condenaba a algunos a la miseria absoluta.

  • Las condiciones en las cárceles, fábricas y minas eran increíblemente inhumanas.

  • Sólo los anglicanos podían ingresar en la Universidad o el Parlamento, si bien algunos disidentes lograban entrar mediante la práctica del «conformismo ocasional».

Causa vergüenza que sólo dos siglos atrás tanta injusticia haya empañado la vida de la nación.

Pero la influencia social del cristianismo ha sido mundial. K. S. Latourette la resume en la conclusión de su obra en siete volúmenes History o f the Expansion of Christianity (Historia de la propagación del cristianismo). Se refiere en términos muy favorables a las consecuencias de la vida de Cristo por medio de sus seguidores:

«Ninguna vida en este planeta ha tenido tanta influencia sobre los asuntos de los hombres ... De aquella breve vida y de su aparente frustración ha surgido una fuerza más poderosa que ninguna otra fuerza conocida por la raza humana para librar la prolongada batalla del hombre ... Por medio de ella millones de personas han sido rescatadas del analfabetismo y la ignorancia para transitar el camino de una creciente libertad intelectual y del control de su medio ambiente. Ha contribuido más que cualquier otra fuerza conocida por el hombre a aliviar los males de la enfermedad y el hambre. Ha liberado de la esclavitud a millones de personas y del vicio a otras tantas. Ha defendido a decenas de millones de la explotación. Ha sido la mayor fuente de movimientos a favor de la reducción de los horrores de la guerra y del establecimiento de las relaciones de los hombres y de las naciones sobre la base de la paz y la justicia».

De modo que el pesimismo cristiano carece de fundamento histórico. Además, es teológicamente inadmisible. Hemos visto que la mente cristiana reúne los acontecimientos bíblicos de la Creación, la Caída, la Redención y la Consumación. Los cristianos pesimistas se concentran en la Caída («los seres humanos son incorregibles») y la Consumación («Cristo volverá para poner todo en orden») y toman estas verdades como una justificación para la desesperanza social. Pero no toman en cuenta la Creación y la Redención. La imagen divina en el ser humano no se ha desvanecido. Aunque hay maldad en los seres humanos, todavía pueden hacer el bien, como Jesús lo enseñó claramente (Mt. 7.11). Y las evidencias que están a la vista lo confirman.

Hay personas no cristianas que forman buenos matrimonios, padres no cristianos que educan bien a sus hijos, industriales no cristianos que administran sus fábricas con justicia, y médicos no cristianos que toman el juramento hipocrático como norma y cuidan de sus pacientes a conciencia. Ello se debe en parte a que la verdad de la ley de Dios está escrita sobre los corazones de todos los hombres, y en parte a que cuando la comunidad cristiana encarna los valores del Reino de Dios, las demás personas los reconocen y en cierta medida los imitan. Así es como el evangelio ha dado frutos en la sociedad occidental a lo largo de muchas generaciones. Además, Jesucristo redime a las personas y las hace nuevas. ¿Queremos decir que las personas regeneradas y renovadas no pueden hacer nada para moderar o reformar la sociedad? Esta opinión es monstruosa. El testimonio conjunto de la historia y las Escrituras es que los cristianos han ejercido gran influencia sobre la sociedad. No somos impotentes. Existe la posibilidad de cambio. Nikolai Berdyaev acierta en resumir la situación así:

«La pecaminosidad de la naturaleza humana no implica que las reformas y las mejoras sociales sean imposibles. Sólo implica que no puede existir un orden social absoluto y perfecto ... antes de la transfiguración del mundo».


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John Stott, La fe Cristiana frente a los desafíos contemporáneos, Libros Desafío, Grand Rapids, p. 89-92


Imagen: Freepik premium, editado en canva.com

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